miércoles, 14 de junio de 2006

La Aparición - de Caño Celeste

Fue el sábado 18 de abril de 1992. ¡Cómo olvidarme de esa fecha si fue el día en el cual volví a vivir y recuperé la esperanza!
Me gustaba caminar en otoño por Temperley y ese día no fue la excepción, el lejano aroma a las fogatas de las esquinas, el crujir de las hojas secas de los paraísos, la sonrisa amable de cada vecino que nos reconocía, el silencio de la hora de la siesta, todo era placentero, o al menos casi todo. Cuando cruzaba el bajo nivel hacia el Oeste, en lugar de seguir derecho por 9 de Julio, siempre doblaba hacia la derecha. Incluso cuando el camino mas corto hacia mi destino era para el lado de Turdera, daba la vuelta y caminaba algunas cuadras de más. Cualquier otro día de la semana soportaba impasible y casi sin efecto el tan doloroso trayecto, sin embargo me era absolutamente insoportable pasar un sábado a la tarde por delante del Beranger.

Unos meses atrás lo había intentado y el resultado estuvo a punto de enloquecerme. Caminé lentamente y con cuidado, acariciando con la yema de los dedos las rugosas paredes de la tribuna. A medida que me iba acercando a la entrada el nudo en mi garganta iba creciendo. Con la boca seca mis pasos vacilantes se fueron estirando para terminar de pasar mas de prisa. De repente comenzó un rumor en mis oídos, era la Hinchada de Temperley alentando al equipo. El rumor se hizo ovación, miles de voces gritaban en simultáneo como aquellas jornadas gloriosas de Junín o Parque Patricios. ¿Es que habíamos vuelto y yo no me había enterado?. ¡Claro, si era sábado!, ¡Seguro que salió en el Diario y yo no lo leí! Corrí hasta el oxidado portón, me asomé por el estrecho espacio que quedaba entre la chapa y la pared y la realidad me golpeó, el panorama era desolador, tribunas despintadas, yuyos crecidos y un silencio infinito que se clavó en mi pecho como una daga dolorosa y cruel.
Desde ese día nunca mas intenté repetir la experiencia por ello mis caminatas naturalmente buscaban otros rumbos menos riesgosos para con mi estado de ánimo y mi salud mental. Sin embargo el no pasar por delante de la cancha era una mera medida de profilaxis, porque en las charlas con los amigos y en muchas de las cosas de la vida cotidiana El Celeste era una presencia recurrente y dolorosa donde se fundían sentimientos agridulces.
¿Cómo olvidarme de esas delanteras gloriosas y profundas?, con la velocidad de Minitti, la calidad de Dieguez, la potencia de Tarabini, ¿Cómo olvidarme de esos partidos tanto en la victoria como en la derrota donde desatábamos toda nuestra pasión en los tablones de históricos estadios como el de Quilmes, Chicago o Lanús?, ¿Cómo olvidarme de esa tarde de calor en Junín o de la noche eterna de Parque Patricios?, y sobre todo, ¿Cómo olvidarme del Alejo?. ¡El Alejo!
Mi pretendida intelectualidad se ofendía fácilmente cuando algún mortal manifestaba idolatría por una estrellita de cine o teleteatro, si hasta me burlaba con los gritos histéricos de las jovencitas que atronaban frente a sus adorados cantantes. Toda esta apostura hipócrita e impostada se desarmaba cuando con mis amigos evocábamos al Alejo. Los recuerdos y las anécdotas se agolpaban en charlas de vino, nostalgia y recuerdos. Muchas historias relatadas eran ciertas y otras sin dudas de ficción. Luego de repasar entre todos cada una de sus hazañas dentro y fuera de la cancha, mi aporte siempre recurría a una historia que constituía uno de los recuerdos más caros de mi infancia. Yo estaba con mi Viejo, al costado de la Platea luego de un partido y de golpe, casi desde la nada apareció el Alejo todavía vestido de jugador. En mi sorpresa solo pude exclamar con mi voz infantil ¡El Alejo! y el gran Alejo me apoyó su mano en la cabeza y me dijo ¡Que hacés Pibe! y siguió caminando. Que el ídolo me hablara produjo un efecto casi de shock eléctrico y mi Viejo tuvo que tironearme de la mano un par de veces para hacerme reaccionar.
Claro, esas eran las lindas, pero siempre volvían mezcladas con las otras, las que dolían como los descensos, el accidente de Lezama, la muerte absurda del “Negrito” Suárez y alguna otra, Sin embargo nada podía superar el dolor del cierre del club y el hecho de no haber podido ver mas al Celeste dentro de una cancha. Recuerdo que pensaba casi con desesperación ¿podrá ser verdad esto?, ¿nunca mas gritar un gol?, ¿Nunca mas ver el hermoso manto Celeste?. Al principio, cuando comenzó el rumor que la cosa venía muy fea, no quise creer. ¡ Otras veces habían dicho lo mismo y siempre zafamos!, me consolaba. Cuando comenzó el campeonato sin el Celeste, la incredulidad se transformó en bronca y después mutó a un dolor infinito que se materializaba cada sábado a la tarde.
Desde hacía unos meses calmaba la ansiedad caminando por el barrio, sin escuchar la radio ni mucho menos hablar con amigos sobre el tema. Era yo solo con mis recuerdos y vivencias, esos que ningún Juez ni acreedor iban a poder quitarme jamás. Pasé por la escalera del bajo nivel y frente al Colegio del Huerto, decidí nuevamente cruzar la avenida. Me aproximaba a zona peligrosa. Caminé paralelo a la vía alejándome de la 9 de Julio, dándole la espalda pero solo en apariencia. No había mucha gente en la calle porque en pleno otoño y en día sábado para muchos todavía la tradición de la siesta a media tarde era casi una ceremonia religiosa.
En el “Japonés” no había un solo conocido y en la plaza, apenas un par de linyeras se peleaban por una hogaza de pan que habían encontrado en el piso. El tiempo parecía haberse detenido mientras caminaba a paso cansino entre los cañones pateando hojas secas. Casi sin pensarlo ingresé en la Estación, tras las rejas un aburrido boletero se cortaba las uñas con un alicate. Tres o cuatro personas, repartidas en el andén miraban hacia el sur tratando de adivinar entre las vías y el reflejo del sol la blanca silueta del tren eléctrico.
Me senté en el banco del andén mientras veía como otra formación ingresaba desde el norte y se detenía. Al estacionar comencé nuevamente a escuchar un rumor de cancha de fútbol, tuve que hacer un esfuerzo para no hacer el ridículo gesto de poner las manos sobre mis oídos. El rumor se hizo primero voces y luego gritos. Dentro de uno de los vagones unos veinte o treinta muchachones con banderas y camisetas con sus colores cantaban loas a su sentimiento futbolístico. El hermoso himno del fútbol que tantas veces había entonado.
El tren arrancó y los gritos volvieron a ser rumor para luego extinguirse nuevamente en un silencio pesado y doloroso. Ese fue el inicio. Comenzò primero con un no tan sano sentimiento de envidia y rencor, deseando que el equipo de los muchachones tuviera una jornada deportiva aciaga. Luego recapacité, ¡Que cuernos les importa si pierden diez a cero si tienen el privilegio de ver a su equipo en la cancha!, ¡Que les puede hacer una derrota hoy, si el sábado siguiente, en solo siete días tendrán la posibilidad de la revancha!.
La envidia por los hinchas se transformó en auto conmiseración, por mi situación, por no poder ver mas a mi Gasolero Querido, por no poder ir mas con mis amigos a la cancha a disfrutar de un hermoso sábado de fútbol. Sin pensarlo saqué mi billetera y extraje el carnet. Era de los de cuero, con la foto oval de un chico de 14 años con los ojos llenos de ilusión que me miraba. Mientras dudaba entre arrojarlo a las vías o quemarlo en casa, mi sentimiento nuevamente cambió.
De golpe todo era bronca y rencor hacia aquellos que, de alguna manera, cooperaron para que el Celeste no exista mas. Insulté mentalmente con los peores epítetos a dirigentes, jugadores, acreedores, funcionarios, jueces y síndicos. Sabía que no todos habían sido culpables en forma directa, sin embargo mi odio era intenso e indiscriminado. En ese momento no tenía la más mínima voluntad de ser ecuánime. Sin darme cuenta me puse de pie. Tenía ganas de pelearme. Apreté los puños y cerré los ojos con fuerza. Una lágrima de bronca corrió por mi mejilla.

Abrí los ojos y todo era distinto. El Andén elevado, nuevamente era bajo, casi al ras de la vía, miré extrañado hacia fuera y llamativamente en lugar de “Andén 2”, decía “Andén 4” por el altoparlante se anunciaba un Tren general con muchas combinaciones y quien lo hacía era el guarda con veleidades de locutor que alargaba musicalmente las vocales al final de cada localidad. Sonó la campana y una humeante máquina diesel se detuvo frente a mi. ¡Parando en todas hasta Plaza! gritó el guarda mientras con un trapo verde, le hacía señas al maquinista para que arranque. Muy lentamente primero, tomando luego velocidad el tren se alejó en dirección norte. Cerré los ojos y los volví a abrir, no podía creer lo que veía y escuchaba.

Incluso mi perspectiva era distinta, estaba como mas abajo, apenas un metro veinte por encima del piso. Miré y en lugar de ver mis zapatos cuidadosamente lustrados, tenía puestas mis “Pampero” azules, esas con el eterno agujerito en la punta de tanto patear pelotas, piedras y otras cosas. Mis manos mostraban lozanía y los surcos y las venas marcadas por el tiempo, habían desaparecido. Apenas pude exclamar ¿Cómo? Cuando vi que una figura salía desde adentro de la nube de humo que había dejado la máquina se acercaba hacia mi y ya no pude respirar mas.

Pelo rubio, casi anaranjado, largo y un poco desaliñado, mirada firme casi de hielo, la boca en un permanente rictus burlón, como si se estuviera cagando de la risa de todo lo que lo rodeaba, la camiseta era la Celeste clarito, la de los botones, el pantalón negro y las medias, también negras. El andar con las piernas flaquitas y algo chuecas era inconfundible. ¡El Alejo!. Caminó hacia mi y como lo hiciera veinticinco años atrás me puso la mano en la cabeza y me dijo ¡Que hacés pibe!
Nuevamente quedé inmóvil sin atinar a nada. Siguió caminando dándome la espalda. Tenía la camiseta, en la parte de atrás algo salida del pantalón y una de sus medias la llevaba caída. De golpe, se detuvo, giró la cabeza y me guiñó un ojo. -¡Tranquilo pibe, el Cele va a volver!. Siguió caminando hasta perderse en la misma nube que había aparecido. Volví a sentarme en el banco y permanecí mucho tiempo sin poder moverme.
Tras la sorpresa volví nuevamente al presente. El tren eléctrico se alejaba raudamente de la estación y una voz metálica e impersonal anunciaba la pronta llegada de otro tren. Sin embargo la dura realidad ahora tenía otro tono completamente distinto. Toda la frustración había desaparecido y me invadió una extraña euforia que, llamativamente, no se apoyaba en nada material y concreto, su fundamento eran los recuerdos y las vivencias a flor de piel que me habían marcado como muy pocas cosas en la vida.
En ese momento, tomé conciencia que mi sentimiento multiplicado por el de las miles de personas que lo compartían, hacían que el Celeste no estuviera muerto ni mucho menos. Por el contrario, mi Gasolero, mi Temperley estaba mas vivo que nunca.
Caminando a un paso algo más vivo que a la ida salí de la estación cantando bajito y parafraseando al Alejo de mis sueños el himno que después fuera el leit motive en las marchas, los cuadrangulares y los partidos del Celeste. - ¡Ooh, el Cele va a volver, va a volver, va a volver, el Cele va a volver!.
Crucé la calle cantando y los linyeras, que seguían discutiendo, se pararon a mirarme. Sin pensarlo comenzaron a imitar mi canto. Éramos tres tipos entonando la canción del Celeste en el medio de la plaza. Poco a poco se fueron sumando, primero dos que estaban esperando el colectivo, luego una pareja que estaba sentada en el banco de la plaza, mas tarde cuatro o cinco que salieron del “Japonés”. De pronto, en medio de la plaza de Temperley éramos veinte locos, gritando a voz en cuello. ¡El Cele va a volver!.
Pese a todo, para mi en ese momento mágico e irrepetible no había ninguna duda que el Celeste no iba a volver, porque nunca se había ido.

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