viernes, 30 de junio de 2006

El Crayon - de Caño Celeste

Las mesitas eran redondas, como en todos los primeros inferiores de la década del ‘40, planas pero con algunas irregularidades en la divisoria de las tablas. Las sillitas dispuestas separadas unos centímetros entre si y apenas si daban espacio para permitir con comodidad desarrollar nuestra vocación de pintores y escritores precoces. Nos sentaban de a cinco por mesa , el guardapolvos era de un color verde clarito, usábamos un moño azul y la maestra vestía mas o menos al mismo tono. La recuerdo con la sonrisa eterna, el pelo lacio que le caía sobre los hombros, y un gesto de condescendencia ante cada una de nuestras travesuras.

Yo no era un chico, de los que se dicen, traviesos por naturaleza, en general no me metía con nadie si no se metían conmigo, pero tampoco era de los que tenían demasiadas pulgas encima. Los amigos precoces eran aquellos con los que en el recreo, nos juntábamos en un costado del patio a cambiar las figuritas de chapa, a desafiarnos para ver quien se animaba a trepar a la rama mas alta del ombú o simplemente a jugar a la escondida o al poliladron. Con las chicas, apenas si cruzábamos miradas, salvo cada tanto para molestarnos mutuamente.

Como siempre sucede, había una en particular a la que tomábamos de punto. En este caso era Norita. La descripción de mi abuela sobre ella hubiera sido que era la mas “pizpireta”, en otras palabras, la que siempre tenía algo para decir sobre todo, Norita era pelirroja, su pelo era un poco mas grueso que el normal, ojos marrones, muchas pecas y una nariz respingada, sus dientes delanteros, todavía de leche eran grandes y separados. Sin mucha originalidad, para nosotros era la “Zanahoria”.

El recreo del medio del lunes siempre era el mas largo. Supongo ahora que era el que utilizaban las maestras para contarse todas sus actividades del fin de semana y se “iban de viaje” en las charlas prolongando nuestros juegos en el patio. Ese Lunes habíamos armado un Poliladron donde nuestra casa, la de los ladrones obviamente, era la corteza externa del ombú. Este era el lugar ideal para emboscar a los policías y hacerles burla cuando no podían alcanzarnos. El juego estaba parejo y ya habían capturado a varios de los chicos mas veloces los cuales, en una regla absurda pero inexorable, se pasaban para el bando de los policías y comenzaban a sacarnos un poco de ventaja. Comenzaba la parte mas emocionante.

Armábamos una emboscada cuando veo a la “Zanahoria” con dos de sus secuaces, paradas apoyadas en el tronco del árbol, cambiando sus ridículas figuritas de hadas con brillantina. Comenzamos a discutir sobre derechos preexistentes, el juego se interrumpió y las maestras, al escuchar nuestros gritos, salieron de su letargo y terminaron el recreo. Mientras formábamos la “Zanahoria” me mostró todo el largo de su lengua, yo hervía de furia.

Cuando entramos, otra sorpresa desagradable, la vieja cara de vinagre nos esperaba con sus hojas y sus témperas. Yo la odiaba por dos motivos, como no podía recordar los nombres, nos hacía sentar siempre igual que el primer día y yo no podía estar en la misma mesa que mis amigos, encima debía sentarme junto a la Zanahoria y ese día con ella, el horno no estaba para bollos. Cada vez que teníamos “Dibujo” la directora tomaba el comando de la clase y nuestra adorada Maestra adoptaba un perfil mas bajo, casi el de una ayudante.

Con voz estridente nos fue dando las instrucciones. Quería que hiciéramos un dibujo libre en el cual hubiera un corazón. Con los papás, con las mamás o con alguien o algo que quisiéramos mucho, debíamos dibujar y luego pintarlo con témpera.

La Zanahoria era muy aplicada y también egocéntrica, enseguida comenzó a dibujar un gran corazón en medio de la hoja, con su propio nombre el cual, precozmente, ya había aprendido a escribir y lo ponía en todos sus dibujos. Lo mío fue mas simple, me acordé de la pelota de fútbol que me había regalado mi abuelo Adolfo , con gajos blancos y celestes y le inventé un hermoso corazón en el medio. El Corazón de la Zanahoria, por alguna razón le salió totalmente chueco y cuando comenzó a pintarlo, parecía mas un churrasco crudo que otra cosa. Mi pelota, pese a que mis dotes artísticas eran casi nulas había quedado bastante bien, era obvio quien iba a ser el felicitado en nuestra mesita.

Mojé el pincel en el frasco de yogurt donde todos lo limpiábamos, lo introduje en la témpera roja y terminé de recorrer el corazón con un reborde perfecto. Era mi mejor dibujo en mucho tiempo. Mi abuelo iba a estar orgulloso. Los ojos de la Zanahoria estaban enrojecidos, trataba de corregir su dibujo y cada vez lo empeoraba mas, su vecina, otra “pizpireta” fue gráfica “¡Que porquería!” le dijo. La Zanahoria le tiró témpera con su pincel, y la otra le hizo lo mismo, se armó una batahola en la cual, un codo de la Zanahoria impactó en el frasco de yorgurt volcando parte del contenido sobre mi hoja. Recuerdo que la tomé del pelo y comencé a sacudirle la cabeza, me tuvieron que separar entre las dos maestras. Cuando lo hicieron, volví a ver su lengua desafiante y sonriente, no pudieron detenerme esta vez antes que le introdujera el resto del contenido del frasco dentro de su boca. Sus llantos fueron aullidos, pero el castigo peor lo recibí yo. Mis padres debieron ir al colegio y en casa luego tuve también mi “recompensa”.

Ese fue el principio de la guerra. En primero superior la Zanahoria se sentaba en el banco delante del mío. Raro era el día en el cual no terminaba con diez o doce pedacitos de papel masticado en su cabeza. También era raro el día en el cual no recibía de parte de ella crueles burlas junto a sus amigas, avergonzándome por mis zapatos rotos o mis rodillas sucias.

En tercer grado, en otra clase de Dibujo, y con la vieja cara de vinagre todavía en funciones debíamos dibujar con crayones. Era día de “dibujo libre” y como siempre, mi “arte” era un jugador, con camiseta Celeste de Temperley convirtiendo un gol al ángulo. Saqué mi cajita de crayones y comencé con el negro y el marrón a delinear los contornos. Era un golazo, de media vuelta. El arquero no llegaba nunca. La Zanahoria miraba de reojo y pegó donde mas dolía, cuando me distraje, me sacó el crayón Celeste y me lo escondió. Lo busqué por todos lados y no pude hallarlo, hasta que me encontré con la mirada desafiante y burlona de Nora y de ese modo me di cuenta que nunca lo iba a encontrar. Faltaban pocos minutos para terminar y no podía utilizar otro color. Intenté con un azul aclarándolo en forma rala pero no era lo mismo. Era como un jugador de Boca sin la raya amarilla haciendo ese golazo soñado para mi Celeste. La odié como nunca.

Fue en sexto grado cuando a la Zanahoria le empezó a gustar mi amigo Damián quien a través de mis influencias, también la detestaba. Todo fue planificado, empezaron a mandarse “cartitas” de ida y vuelta donde ella, poco a poco, iba soltando su sentimiento. Las cartas de Damián las redactábamos entre todos y las respuestas eran cada vez mas apasionadas y, por supuesto, festejadas cuando las leíamos entre risotadas.

La humillación final fue de mi autoría, “Damián” la citó en la salita después de hora para “charlar un ratito”. Nora tragó la carnada con anzuelo y todo. Las luces ya estaban apagadas y cuando ella las encendió, sobre los bancos estaban sus cartas desparramadas hechas pedazos, en medio de la sala estábamos todos, incluido Damián riéndonos en su cara. Su rostro tomó el color de su pelo, nos miró a todos con un profundo odio y corrió para no volver mas. Se fue del colegio y no supimos de ella por un largo tiempo.

La epidemia de la Polio no pasó de largo por el colegio, Damián, Horacio otro amigo, y mi hermanito Esteban quedaron en el camino. Mi hermana Laura pasó unos meses muy duros internada y quedó con una piernita parcialmente paralizada. Fue una época terrible donde la gente lavaba las veredas tres veces por día y las familias donde habíamos tenido algún enfermo éramos tratados, poco menos que como parias.

Íbamos con mi madre al hospital a ver a Esteban hasta que falleció y después seguimos yendo por Laurita mientras estuvo en recuperación. No me gustaba ir, pero me obligaban. Los pasillos eran lúgubres, el olor a acaroina y alcohol alcanforado era insoportable y los llantos de los padres en los pasillos, desgarradores. En las habitaciones colectivas, los niños con afecciones no tan severas recibían visitas junto a sus camas. Tras cinco minutos de charla con mi hermana no tenía mas tema de que hablar con ella y se me hizo costumbre mientras mi madre se quedaba junto a su cama, ir a caminar por dentro del hospital para matar el tiempo. Mi lugar preferido era el jardín fuera de olores y dolores desagradables.

Recuerdo las puertas donde las ventanas eran pequeñas claraboyas y donde pocos podían ingresar, ahí había estado Esteban. Para ir al parque central del Hospital donde estaba el jardín debía pasar por delante de esas puertas. Siempre apuraba el paso porque recordaba la agonía de mi hermano y prefería en ese momento la negación al recuerdo

Fue un día, un par de semanas antes que le dieran el alta a Laurita, que pasaba por ese siniestro pasillo y una puerta de esas estaba abierta. Tres enormes pulmotores zumbaban simultáneamente y en uno de ellos, una cabellera roja caía a los costados. Mi curiosidad pudo mas que mi prevención. Me acerqué lentamente y la vi. Estaba unos años mayor, muchísimo mas delgada pero la conocí en forma inmediata, era Nora, la Zanahoria. Estaba despierta, y en apariencia solo podía mover parte del rostro y sus ojos, los cuales también me reconocieron de inmediato.

Me quedé junto a ella un rato largo, sin hablarle. No podía entender con mis quince años de edad todo el dolor que podía estar sintiendo en ese momento. Lo de Esteban había sido fulminante y lo de Laurita, mucho mas leve. Me quedé una hora junto a ella sin hablarle apabullado hasta que llegó una enfermera y dijo que había terminado el horario de visitas. Una lágrima rodó por uno de sus ojos y con la boca, con un lastimoso balbuceo, apenas si pudo decir algo parecido a “Gracias”.

A partir de ese día, cada vez que iba a ver a mi hermana, corría al cuarto de Nora y me quedaba junto a ella, su madre me vio y respetó el deseo de su hija pues cuando yo llegaba, ella se alejaba y permanecía, en una silla en la otra punta del cuarto. La tercera o cuarta vez, comencé a hablar. Recordando nuestras peleas, a las maestras, a todo lo que habíamos tenido en común. Ella solo sonreía con los ojos y un costado de su boca.

Tras el alta de Laurita seguí yendo, día por medio un par de meses mas, . Las últimas dos semanas mientras le hablaba le tomaba la mano y cuando me despedía le daba un beso en la frente.

Un día llegué y su pulmotor estaba vacío, me enteré de su fallecimiento de la peor manera posible, una enfermera con desidia y frialdad me lo dijo, casi sin anestesia. Lloré mucho esa noche, con vergüenza, mucho mas que lo que había llorado en su momento por Esteban. Seguí llorando por Nora, por Esteban, por Damián y por todos los que había conocido.

Dos días después tocaron el timbre en casa. Una mujer demacrada, con el pelo color zanahoria y vestida de negro, pedía hablar conmigo. Mi madre no entendía nada pues nunca le había contado a nadie de mis visitas al hospital. En pocas palabras le contó a mi familia lo que yo había hecho. Con lágrimas de orgullo y extrañeza, mamá me miraba como si no me conociera. Sabía perfectamente quien era Nora, pues varias veces había tenido que ir al colegio a disculparme por mis peleas con ella y a recibir todo tipo de recriminaciones.

La mamá de Nora me dijo que ella, poco antes de morir, le pidió que me dejara a mi una cajita metálica con algunas de sus cosas. Me la entregó y no pudo permanecer mucho tiempo mas antes de quebrarse y marcharse, yo la tomé y quedé como un tonto tomándola entre mis manos sin saber que hacer con ella. La puse en un estante de mi habitación y todas las noches la miraba antes de dormirme. Hoy puedo afirmar que no tenía el coraje de abrirla. En ese momento, no lo creí necesario, quería convencerme que el regalo era la caja, no su contenido.

Pasaron meses hasta que una noche, desvelado, tomé la decisión. Era de latón y tenía decenas de corazones pintados con el nombre Nora en su exterior. No me fue difícil abrirla. Estaba llena de papeles de cuaderno doblados en cuatro, comencé a leerlas y vi que eran las cartas de Damián. Las había guardado todas, había otras cosas: algunas figuritas de brillantina, unas hebillas de colores que se entremezclaban, y debajo de todo estaba el objeto que justificaba su necesidad que yo tuviera esto. Un crayón Celeste, intacto descansaba en el fondo de la lata. Nora estaba agradeciendo mis visitas con lo único que en ese momento podía. Lo tomé y me di cuenta que, a partir de ese momento, iba a ser mi objeto mas preciado, por encima de cualquier otra cosa material.

Por muchos años y hasta ahora mi trapo Celeste, al margen de decir Temperley en el centro en letras grandes y negras, tiene en uno de sus costados un corazón de color rojo con el nombre Nora dentro de El. Muchos pensaron que era una novia, otros el nombre de mi madre, nadie imaginó que era el nombre de la persona que, de muchas maneras, me había convertido en un hombre de bien.

Caño Celeste (Dedicado a todos los chiquitos del Polio de los ’50)

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