miércoles, 14 de junio de 2006

Un héroe de Película - de Caño Celeste

De acuerdo a la estructura temática hollywoodense el muchachito es rubio, de ojos celestes gana y pierde durante el desarrollo de la trama y en la batalla final, resulta victorioso y se queda con la chica. Nuestro héroe no era rubio, ni tenía ojos celestes, en realidad al menos durante el tiempo de nuestro relato, ese color si estaba presente pero solo en su corazón.

En un principio, la historia era de lo más convencional, un grupo, los buenos, aquellos vestidos con la casaca Celeste, eran un equipo por demás heterogéneo, viejos gladiadores de mil batallas que llegaban al modesto club para transmitir su experiencia y coraje, jóvenes entusiastas que esperaban su oportunidad para destacarse y en medio de todos ellos estaba Él, pelo negro casi siempre despeinado, barba crecida perpetua, hombros anchos y generosos y cultor de un perfil bajo que nada hacía presuponer el desenlace. Un tipo mas y nadie reparaba en él. El Mickey Rourke de Corazón Satánico hubiera cuadrado en este personaje, pero sin el pucho.
Los malos, aquellos que deseaban impedir el triunfo de los buenos, eran grupos que utilizaban todo su poder y fortaleza para lograr su objetivo. Los Santos que gracias a su gran número hacían pesar su influencia y vencían a todos sus rivales, los Funebreros, agresivo grupo de jóvenes que destruía todo lo que tenía a su alcance, los terribles Triperos que en su reducto eran asesinos que no dejaban nada en pie y finalmente los Bohemios liderados por el maléfico Ruso, un villano perfecto para esta historia: agresivo, perfil alto, ojos de hielo, sonrisa torva y mirada despiadada. Algo así como el Dolph Lundgren de Rocky IV, pero sin tantos músculos.
El grupo de los Celestes estaba liderado por el Doctor, un veterano que, en el pasado, había logrado importantes logros y su aspiración era alcanzar el máximo galardón en esta gesta. Buen consejero, amigo y líder fue quien intentó darle ánimo al grupo, logró cohesionarlo y conformarlo. El Doctor, como el buen Obi-Wan Kenobi en La Guerra de las Galaxias confió en nuestro héroe, el cual, siempre en silencio aceptó la responsabilidad y se entregó junto al grupo a buscar la victoria final. Sin embargo comenzaron las batallas y la dureza de las mismas sorprendió a todos. El líder se debatía para evitar las caídas y nuestro héroe, siempre dentro de su perfil bajo, no lograba sobreponerse a los embates. pero al final nadie puede evitar que el buen Doctor al igual que Obi-Wan fuera derrotado en el intento de vencer a los malos y se transformara en una de las sensibles bajas.

Para reemplazar al Doctor llega el Rengo, otro veterano de gesto adusto y mirada de fuego. El Rengo es un buen conductor, pero no confía en nada ni en nadie. Su liderazgo se basa en la dureza y no perdona errores. Sabe que si fracasa será una nueva víctima de los villanos que siguen derrotando, semana tras semana a cuanto rival los enfrenta. Por ello exige entrega incondicional a todos los del grupo y supone en sus taimados pensamiento que aquellos que cultivan el perfil bajo escatiman esfuerzo. Así fue que, tras un error de nuestro héroe en medio de un duro enfrentamiento con el grupo del Dragón, no lo perdona y tan implacable como el entrenador de Básquet que interpretaba Gene Hackman en Hoosiers lo defenestra delante de todos sus compañeros y lo relega a un papel secundario. Su lugar lo toma el Viejo que trata pero no logra ocupar su lugar, de hecho en otra batalla frente a los Triperos es vapuleado de mala manera y por ello, el Rengo no tiene mas remedio que volver a confiar en nuestro Héroe.

Siguen transcurriendo las semanas y nuestro grupo alterna alegrías y tristezas, su actuación irregular contrasta en sobremanera con la marcha triunfal de los poderosos frente a los cuales no parece haber oposición válida alguna, todos los que osan enfrentarlos muerden el polvo de la derrota. Empujados por la fuerza y sapiencia del grupo de veteranos y motorizados por el entusiasmo de los jóvenes el grupo mantiene su esperanza de llegar a la Gesta Final que definirá el futuro y determinará el éxito o el fracaso. Con mucho esfuerzo, casi como los sobrevivientes de La Aventura del Poseidón, logran el tan ansiado objetivo. El Rengo sigue liderando al grupo con mano de hierro y nuestro héroe, poco a poco, va levantando su perfil cobrando importancia en su función de evitar las conquistas de los rivales.

Se había llegado a la Gesta Final, los Santos ya habían logrado el objetivo y solo había lugar para un grupo más. Nadie daba un centavo por los Celestes, se hacían apuestas y en todas ellas no se los tenía en cuenta como grupo victorioso. No contaban con ellos ni mucho menos con nuestro Héroe el cual, al igual que Stallone en Rambo, aguardaba agazapado a los villanos para ultimarlos uno a uno. , pero como en todas las buenas películas de acción, no iba a ser tan fácil.

Los bufones, aquellos sabios que le buscaban la lógica a todo, decían que los Celestes no tenían la mas mínima chance frente a los Funebreros y la batalla fue terrible. Nuestro héroe fue decisivo y no pudieron vencerlo pese a que lo intentaron de todas las maneras posibles. La impotencia desató una explosión de violencia en la cual, el Rengo mostró su valor a mano limpia. Fue victoria pero nadie daba nada por el grupo porque a continuación había que ir al terrible reducto de los Triperos. Era un viaje con tan poca esperanza y con tantas desventajas como la que tuvieron que afrontar los nueve miembros de La Comunidad del Anillo. al atravesar las tenebrosas cavernas de Moria.

Pocos habían salido con vida o indemnes de dicho sitio, incluso algunos atrevidos solo se animaron a concurrir a ver tamaña batalla camuflados y disfrazados para intentar sobrevivir. Los miembros del grupo también temían y se mostraban intimidados frente a tamaño ambiente. Quizás el recuerdo terrible del último enfrentamiento que le había costado el protagonismo al Viejo los hacía sentirse derrotados antes de empezar. Los neutrales y los bufones, seguían pronosticando sin dudar una fácil victoria de los Triperos. Sin embargo quien puso le pecho fue Él, su figura fue creciendo, enorme decidido e invencible era Mel Gibson en Corazón Valiente su victoria fue tan aplastante que los mismos rivales intimidados y humillados se entregaron mansamente a la derrota.

Pero faltaba la batalla final, la que definiría todo. En ella la oposición iba a ser la de los Bohemios liderados por el temible Ruso. La derrota era segura graznaban los bufones. El inicio fue positivo, de hecho se logró una conquista fugaz que solo logró enardecer a los villanos. Estos comenzaron a multiplicarse como el Sr. Smith en Matrix y atacaban por todos los flancos pero Él, era el pétreo Neo y como en esta película, ella, la pelota, era Trínity que siempre terminaba con nuestro héroe. Parecía una lucha desigual, todos contra él y Él agigantó su figura hacia límites sobrenaturales y una a una fue resolviendo todas las adversidades. Era Bruce Willys en Duro de Matar, le tiraban de todos lados, pero no podían con Él.

El final fue de película. En este caso un buen Western, El bueno y el malo frente a frente, Él, nuestro héroe frente al Ruso, mano a mano y a todo o nada, como Gary Cooper en A la Hora Señalada nuestro héroe y el villano se miraron largamente a los ojos, el silencio se podía cortar con un cuchillo, nadie se animaba siquiera a respirar, el Ruso, líder y ganador sonreía de costado paladeando en forma anticipada su victoria, el Héroe abandonando el perfil bajo era todo determinación, nadie ni nada lo vencería. Eran dos colosos pero la voluntad del nuestro pudo mas. El Ruso quedó en el piso, roto y desarticulado como el Replicante de Rutger Hauer en Blade Runner, no habría segunda oportunidad para él. La Gloria y la permanencia eterna en el Olimpo de los triunfadores quedó toda para nuestro héroe. En la vuelta final fue el Johnatan de Rollerball.

Muchas historias se tejieron luego de esto con las cinematográficas vivencias de nuestro héroe, algunas reflejando hazañas, otras en paso de comedia e incluso hubo un par de trámite tortuoso y desenlace dramático. Nos cuentan que en su última película, un director de cuarta decidió que al final, en lugar de terminar victorioso, nuestro héroe muriera. Una verdadera estupidez que nadie creyó porque los héroes de película nunca mueren, siempre se alejan hacia el horizonte montados en su caballo blanco, o besan a la chica en un primer plano. En este caso el eterno final, el que todos recordaremos siempre es el de nuestro héroe en la noche mas larga de la historia, con su buzo verde al viento y elevado en andas por una multitud que lo aclama.

El Maestro de Caño celeste

I - ¡Con tres goles en la cuarta división Carlitos Santos volvió a ser figura en nuestras divisiones inferiores!. La voz del periodista Parenti, quien seguía la campaña del club, sonaba a mieles para los oídos del pibe. Con la pequeña radio pegada al oído sonreía y paladeaba cada frase que escuchaba. ¡El tercero fue un verdadero golazo, dejo a dos rivales por el camino y le hizo un perfecto sombrero al arquero dejándolo parado y sin asunto!, ¡otro producto de la cantera de nuestro club!, ¡otro producto del gran Pepe García!.

La sonrisa se le congeló a Carlitos. No le gustaba García, los trataba mal y los insultaba cuando las cosas no les salían, a él le decía “Negrito vení”, o “Negrito tirate al medio” y eso a Carlitos no le gustaba. Si los amigos le decían “Pechito” y en la familia era el “Carli”, ¿Porque le decía “Negrito”?

Se acostó en el catre y entre las chapas podía entrever las estrellas. Se acordaba de las noches durmiendo al aire libre, de la Nora, su hermana que los crió y les enseñó a ganarse la vida, de los años anteriores a que la Nora se juntara donde el hambre y la miseria eran un recuerdo doloroso e infinito, se acordó de Manuelito, su hermano menor que murió de meningitis por esa época. Carlitos con lágrimas en los ojos soñó con un futuro mejor.

II – Este señor te va a ayudar Carli, dijo la Nora. Es conocido de un amigo de Rubén y te va a pagar el gimnasio, además nos va a dar cien pesos por mes para que comas mejor. Tenes que firmar. A Carlitos no le gustaba el hombre, no lo miraba a los ojos y cuando le hablaba tenía sonrisa de víbora. – Es por tu bien pibe, tengo a jugadores y a técnicos de Primera y si invierto en vos es porque tenès un futuro bárbaro, conmigo te vas a llenar de guita.
No le creyó ni le gustó pero la Nora había hecho mucho por él y era lo que ella quería. Rubén, el marido de la Nora también estaba y sonreía tontamente. Después que Carlitos firmara, también lo hicieron ellos como tutores y el hombre exclamó con una carcajada palmeándole la espalda a Rubén, -¡Ustedes si que se sacaron la grande con este pibe!. Carlitos se acordaba lo que le había dicho Ramírez, el seis de la primera que cada tanto se acercaba a hablar con ellos, ¡cuidado con ese Rimoldi, es un pirata, exprime a los pibes como naranjas y después cuando no le sirven mas, los tira!.
Se dieron la mano y el tipo tirò doscientos pesos arriba de la mesa y se fue. Rubén los tomó y se los metió en el bolsillo. Era lo justo para Carlitos, su cuñado venía parando la olla desde hacía cuatro años.

III – La mano es así “Negrito”, le dijo García, te quieren ver en un entrenamiento en la Primera, la cosa está mal porque hace cuatro partidos que no ganan y me dijeron que quieren subir un par de pibes para calmar un poco a la gilada. Yo, si querès te recomiendo a vos, pero esto gratis no es, hablà con tu familia o con tu representante y vemos, pero te repito, gratis no es y esta es una oportunidad de oro que no se va a repetir. Carlitos sabia que se había ganado esa oportunidad en la cancha jugando mejor que todos.
Al costado de ella estaba la obesa figura de Parenti. ¡Que hacès fiera! le dijo con la familiaridad de alguien que lo conocía desde hacía muchos años, y con quien en realidad solo habían hablado dos veces. – ¡El Maestro García me contó que te vas para la Primera, genio!. Carlitos, con mucho candor le contó su charla con Garcìa. Parenti, se puso serio y le dijo, - Mirá nene, García es una institución en el club, dale bola y te vas para arriba como pedo de buzo, no seas gil. Lo miró y se dio cuenta que para el periodista la situación era normal y lógica , pero a èl le daba asco y se fue a hablar con Ramírez. – Dejà Santos, yo lo hablo con el técnico de la Primera le dijo el Profesional.
En el entrenamiento los profesionales no se la podían sacar, le dieron un par de patadas pero ninguna mas fuerte que las que le pegaban en el potrero. Estaba acostumbrado a los golpes y no lo iban a amedrentar. Al terminar el entrenamiento Gordino, el técnico, se le acercó y le dijo, Pibe te vas a hablar con los dirigentes porque desde mañana entrenàs doble turno con nosotros. Carlitos volaba de la alegría, volvió al vestuario y cuando entró sintió un intenso dolor en la espalda y cayó al piso, García, con dos tipos mas que él no conocía lo rodeaban cada uno de ellos con un palo en la mano. ¿Asì que sos vivo Negrito?, ¿así que me querès puentear?. El palo volvió a bajar y se estrelló en su rodilla, sin poder contenerse gritó de dolor. ¡Vamos a ver como es tu debut ahora pendejo!. Los golpes siguieron bajando con precisión matemática en el mismo foco.

IV - ¡Estamos en línea con el gran “Pepe” Garcìa!, dijo la voz de Parenti en la radio, -¿Cómo está Maestro?, ¡que Lástima lo de Santos!, iba a jugar en Primera y justo se lesiona, ¿cómo fue?-. – Y Ud. sabe como son estos chicos, uno trata de educarlos pero a veces son medio cabeza fresca, seguro que se prendió en algún picado en el barrio y lo golpearon. Hay chicos que tienen muchas condiciones pero quedan en el camino por estas tonterías, de todas maneras Prudenti y Cometti van a debutar y ellos, son dos grandes jugadores que le van a dar muchas satisfacciones al club. Carlitos escuchaba con el estomago revuelto y un dolor intenso en la rodilla, apenas podía apoyar la pierna, se le había hinchado y amoratado pero no se había animado a decirle a nadie. – siguió hablando Parenti, - Es como dice Ud. Maestro, esto es una pirámide que solo escalan aquellos que saben aprovechar las oportunidades.
Rubén tenía el rostro desencajado ¡sos boludo o te hacès nene!, ¡sabès la guita que sale darte de morfar!, ¡basura, desagradecido!, ¿cómo te vas a jugar un picado cuando podés jugar en primera imbècil?. Nora lo miraba con el mismo odio al principio, pero luego sus ojos fueron hacia su rodilla y volvió el sentimiento maternal a su expresión. Entre los dos, con mucha dificultar lo llevaron hasta la furgoneta de Rubén para trasladarlo al hospital.
¡Tenès la rótula pulverizada, nene!, ¿con que te pegaron?. Carlitos no respondió, su dolor espiritual era mucho mayor que su dolor físico y al igual que en el pasado, en los días duros, cuando se sentía de esa manera se encerraba en si mismo y no hablaba con nadie. Le pusieron un yeso, le dieron un calmante y lo mandaron a la casa.

V – Se enteró que lo habían dejado libre por un amigo, en realidad rengo como estaba, no pudo volver a jugar, ni siquiera en el campito. Rubén le había conseguido un trabajo ayudando a los bolivianos de la verdulería. Le pagaban poco pero le dejaban llevarse a casa la fruta que se ponía fea. Por lo menos compensaba la plata que Rimoldi había prometido. Desde ese día, no hablaba con nadie, Nora insistió en comunicarse con él durante un tiempo pero después dejó de intentarlo.
Un día paró un auto frente a la verdulería y una voz conocida dijo - ¡Me da dos kilos de papas, maestro!. Carlitos se dio vuelta y lo vio a Parenti. El gordo también lo miró y el reconocimiento le hizo caer la mandíbula inferior durante un par de segundos. En esa mirada supo que el periodista sabía la verdad, pudo ver que su actitud evidenciaba complicidad y arrepentimiento. Fue extraño su sentimiento pues, en cierta forma, pese a su desgracia y a la vida que le tocaba vivir, a Carlitos tras ese encuentro fortuito casi le alegró no haber entrado nunca en ese mundo.

Un tío, un sobrino - de Nicolás Speranza

Mirá que de vueltas que tiene la vida.
A veces te lleva para lados impensados y otras sentís como si ya hubieses estado antes. Un sábado con sol y la ansiedad de llegar antes que salgan los equipos a la cancha.
Mirar desde la base de la tribuna buscando las caras conocidas. Alejarse de la barra brava para no correr riesgos, pero mirando con asombro las cosas que son capaces de inventar esos tipos.Saludar a los desconocidos de siempre, con los que lo único que nos une, es el sufrimiento de un partido más.
Averiguar como formamos, porqué no juega tal o cual, lamentarnos que todavía no está en condiciones fulano, y saber que los rivales seguro que nos llevan algunos puntos en la tabla.
Asegurarnos que vemos bien, que ningún parante, bandera o cabezón puede taparnos la visual.
Aplaudir cuando sale el equipo, olvidándonos que el sábado anterior teníamos ganas de matarlos.
Tirar papelitos ( no, esto se lo debemos a Clemente, no viene de tan lejos ).
Cantar el grito de guerra, con el brazo derecho agitándolo al ritmo de cada sílaba.
Y después sufrir, distraerse, putear, aplaudir, distraerse, reír, cantar, distraerse, asesorar al 9 sobre como pegarle estando solo frente al arquero, agarrarse la cabeza por el 0-1 en contra, y distraerse…
Subir y bajar las tribunas, la coca del entretiempo. Seguimos a la hinchada o nos quedamos en la sombra ?…nos quedamos en la sombra. La ilusión de la varita mágica que transforme al equipo para el segundo tiempo.
Volver a aplaudir cuando sale, olvidándonos que hacía 15 minutos teníamos ganas de matarlos.
Y otra vez sufrir, distraerse, cantar, aplaudir, y vino el gol. Con la rodilla o el muslo, en contra o de casualidad, entre las piernas del arquero o en off side, es decir, “un golazo”.
Ahora empieza todo de nuevo, somos los mejores, no entendemos como estos rivales están terceros en la tabla, el referí no puede dirigir ni un partido de metegol y se merece una puteada, ahí va…
Pero se terminó, y aquí no ha pasado nada. Tenemos que pensar en cambiar varios jugadores, el director técnico no existe, pero igual es nuestro equipo, y cueste lo que cueste, arriba los celestes !!!
Salimos, compramos los mejores cucuruchos con maníes del mundo, y volvemos a casa. En bicicleta o caminando, imaginándonos lo que hubiese pasado si el 9 no le pagaba con el tobillo, pensando lo que vamos a hacer a la noche, y convencidos que el próximo partido de local, todo va a ser distinto…
Yo me acuerdo, tío.
¿Te vas a acordar, sobrino ?

Ayer vi ganar a los Argentinos- de Roberto Art

Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha pisado El Mundo por lo que voy a decirles:Ayer fue el primer partido de fútbol que vi en mi vida, es decir, en los veintinueve años de existencia que tengo, si no se cuentan como partidos de fútbol esos con pelota de mano que juegan los purretes y que todos, cuando menos, hemos ensayado con detrimento del calzado y de la ropa.Sí; el primer partido, de modo que no les extrañen las macanas que puedo decir.

"Carnet" de periodista

Una naranja podrida reventó en el cráneo de un lonyi; cuarenta mil pañuelos se agitaron en el aire, y Ferreyra de una magnífica patada hizo el primer goal. Ni un equipo de ametralladoras puede hacer más ruido que esas ochenta mil manos que aplaudían el éxito argentino. Tanta gente aplaudía tras mis orejas, que el viento desalojado por las manos zumbaba en mis mejillas. Luego, el juego decreció de entusiasmo y empecé a tomar apuntes. Aquí van; para que se den cuenta cómo trabaja un cronista que no entiende ni medio de football (creo que así lo escriben los ingleses). He aquí lo que vi. Un negro que vendía un paraguas abollado para librarse del sol. Un regimiento de chicos que vendían ladrillos, cajones, tablas, naranjas, manzanas, bebidas sin alcohol, diarios, retratos de los footbalistas, caramelos, etc., etc. Un jugador argentino dio una costalada, Cherro erró un goal; de pronto suenan aplausos y en la pista de "Las oficiales", más aplausos a granel. El "Torito de Mataderos", pasaba entre una barra de admiradores. Una voz grita tras mío: "Ese Evaristo está toda la tarde con la platea" (Y Evaristo fue el que hizo el segundo goal en combinación con Ferreyra). Otra naranja podrida estalla en el cráneo del mismo lonyi. Cientos de cachadores miran y se ríen. Cherro yerra otro goal y un fulano que se esconde tras de los bigotes, se los retuerce al compás de malísimas palabras. Las gradas están negras de espectadores. Sobre estos cuarenta mil porteños, de continuo una mano misteriosa vuelca volantes que caen entre el aire y el sol con resplandores de hojas de plata. Se apelotonan jugadores uruguayos y argentinos en torno de un jugador estirado en el suelo. Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes son saludables. Otra naranja podrida revienta en el cráneo del mismo lonyi. Ferreyra gambetea que es un contento. No hay vuelta, es el mejor jugador del equipo, con Evaristo. ¡Ferreyra solo!, gritan las tribunas, y otro: "Ahí lo tienen al juego científico".

Desde un techo

Al sur de la cancha de San Lorenzo de Almagro, sobre Avenida la Plata, hay una fábrica con techo de dos aguas y varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a mirar para aquel lado, y era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban mirones que en cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de cinematógrafo. A todo esto el primer tiempo había terminado. Entonces, del alambrado que separa las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que recibía las naranjas podridas en el mate. Tenía el cogote chorreando de podredumbre, la jeta cansada de tanto estar colgado y se dejó caer en el portland del piso, con gran satisfacción de los propietarios de las naranjas. Ahora el suelo quedó convertido en campamento gitano. Comencé a caminar. Había una cosa que me llamó la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le pregunté a un espectador por qué hacían ese regalo, y el espectador me contestó que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus necesidades naturales desde las alturas. También vi una cosa formidable, y era un montón de purretes colgados de los fierros en la parte inferior de las tribunas, es decir, del lado donde únicamente se ven los pies de los espectadores. Todos estos chicos rivalizaban en agarrarle las piernas a una espectadora para ellos invisible.

Al margen del fútbol

Seguí caminando, pensando en los espectáculos que la suerte me había deparado ver por primera vez en mi vida, y vi un regimiento de mujercitas de aspecto poco edificante acompañadas de la barra de sus "maridos". Habían hecho rueda en asientos de diarios y tragaban salame de caballo y mortadela de burro. El ruidoso trabajo de masticación era acompañado de una continua repetición de tragos de un brebaje misterioso que tenían encerrado en un porrón. Luego tropecé con una brigada de forajidos que vendían ladrillos, no para tirárselos a los jugadores, parece que para éstos se reservaban las botellas. Los ladrillos eran para servir de pedestal a los espectadores petisos. Apareció un negro arramblando con una hoja de puerta, levantó una tribuna y comenzó a vocear; "veinte centavos el asiento". Varios padres de familia subieron al palco improvisado.

Avenida La Plata

Salí del field, pocos minutos antes que Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las puertas de Avenida La Plata estaban embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta Avenida la Plata! De pronto resonó el estruendo de toda una muchedumbre de aplausos; desde lo alto de la tribuna un brazo como un semáforo hizo una señal misteriosa sobre el fondo celeste, y la voz rápidamente levantó un grito en la garganta de todas las pebetas:- Ganamos los argentinos: 2 a 0. Hacía mucho tiempo que los porteños no jugaban con trepidés. Los uruguayos dieron la impresión de desarrollar un juego más armónico que el de los argentinos, pero éstos aunque desordenadamente, trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: El entusiasmo.

La poesía, del chanfle al segundo palo- de Juan Sasturaín

Recuerdo que mi viejo tiraba la bronca contra Aróstegui, porque "transmitía todos los partidos igual". Eran los años cincuenta -antes del memorable desastre del Mundial de Suecia del '58- y todavía no habíamos llegado a la fiebre analítica y descriptiva que nos invadiría poco después.
Por entonces, don Alfredo Aróstegui, "el relator olímpico", intercalaba algunos nombres propios entre un sinfín de frases hechas en las cuales recuerdo con especial afecto la que decía, antes de un saque lateral, "será encargado de ponerla otra vez en movimiento el jugadorr..." y ahí nombraba al "jas" correspondiente, ya que eran casi invariablemente ellos, cuando todavía no aspiraban a marcadores de punta, los encargados de esos menesteres.
Por entonces -"Quién es El Esférico, papá?", pregunté luego de oír por enésima vez que tal individuo "salía del campo de juego"- los relatores más notorios eran cuatro: Fioravanti; Veiga; el consabido Relator Olímpico, sistemáticamente deformado en "Aróstigue" por los analfas que proliferaban líricamente en los campos de juego; y le pintoresco uruguayo Lalo Pelicciari, autor de "tranquilo muchachos", "alto fuera" y el finalísimo "esto se acaba, señores".
Pero los orientales -Solé, Heber Pinto y tantos otros que no recuerdo- merecen un laburo descriptivo aparte porque son excepcionalmente gráficos, deslenguados, espontáneos, arrebatados hasta para crear una metáfora más desaforada sobre la marcha para manifestar un sentimiento que los supera.
Recuerdo, de pasada, cuando describiendo una jornada gloriosa de "la celeste", sobre los últimos minutos tomó la pelota en medio campo el "verdugo" Pedro Virgilio Rocha y el relator dijo poco más o menos que esto: "Avanza Uruguay, la lleva Rocha; la pelota al pie, la vista al frente, melena al viento... ¡Parece Artigas!..." Y seguramente habrá infinitas anécdotas superiores o ejemplos de una hipérbole aún mayor.
Ese nunca fue el rasgo propio de nuestros relatores. El caso Muñoz va por otros carriles, expansivos, sí, pero de otra índole y en diferente dirección. En aquellos años, el maestro Fioravanti -así reconocido por todos, al menos formalmente- hilvanaba con elegancia los términos de una descripción del juego en que, mientras inauguraba ciertas muletillas que con el tiempo se han vuelto inaceptables: "saltan varios hombres", "entrega la pelota a un compañero", "hay una serie de rebotes" y otras serie de vaguedades no atribuibles a la lentitud expresiva sino a otro criterio, menos pormenorizado pero ortodoxa y literariamente narrativo, que hacía lugar a la expresión florida y la metáfora sutil. Y para este lado queremos rumbear.

Góngora en los relatos

Las vertientes de Fioravanti fueron varias. Voy a dar dos ejemplos por los que puedo ser desmentido, pues no soy un erudito en la materia, pero cuya representatividad es innegable: el hallazgo de "el cancerbero" y la mágica invención de la "nube de fotógrafos". Dos líneas poéticas en el arsenal metafórico del maestro.El clasicismo renacentista que con Dante introduce la mitología en el "Inferno" y, dentro de ella, al Can Cerbero, perro descomunal de tres cabezas, custodio feroz de las puertas insalvables al extraño, por una insólita traslación se introdujo en el repertorio expresivo de un vate rioplatense y futbolero que buscó en el momento la idea que expresase el fervor defensivo de Pancho Lombardo, el vasco Echegaray o cualquier otro implacable marcador.
Lo de la metáfora o figura que asoció el numeroso grupo de fotógrafos al fenómeno trivial y meteorológico es de más fácil explicación: desde lo alto, en la cabina de transmisión, las huestes de reporteros gráficos -eufemismo josemariano- suelen evocar, frente a las clásicas formaciones de hincados y de pie, globosas figuras de nimbus, cirrus y cúmulus. El innegable hallazgo expresivo, sin embargo cristalizó rápidamente en un tropo retórico y socorrido a la manera de nieve/piel, perla/dientes gongorinos y se ha convertido en un pecado de lesa comunicación para los profesionales del relato.Juntó a los "miles de pañuelos blancos que emergen de las tribunas -o de los cuatro costados del campo- saludando la victoria del equipo tal", caer en su mención es sólo equiparable en bostezo mental a los "siniestros de proporciones" y a los funcionarios que "hacen uso de la palabra" y demás torpeza rotuladas por la agencias. Sin embargo, la riqueza de las imágenes de la jerga futbolera linda con el despilfarro. Y fue, sin duda, el período de mayor desorientación táctico-técnica-dirigente, que sucedió al descripto, el que entregó los mejores momentos en cuanto a hallazgos gráficos y analogías curiosas. Y no es difícil decir por qué: en la crítica y el comentario de fútbol había irrumpido la ironía.

El penal mas largo del Mundo - de Osvaldo Soriano

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.
Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.
El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.
Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.
Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra
húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.
El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.
El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.
Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.
Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.
Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
-Constante los tira a la derecha.
-Siempre -dijo el presidente del club.
-Pero él sabe que yo sé.
-Entonces estamos jodidos.
-Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.
-Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
-No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
-El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.
El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando loencontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
-¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
-No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó.
-Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
-Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
-Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media.
A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.
-¿Y yo cómo sé? -dijo él.
-¿Cómo sabés qué?
-Si me tengo que tirar para ese lado.
La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
-En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.
¿Y si no lo atajo? -preguntó él.
Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.
Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.
Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.
El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: “¡no vale, no vale!”.
La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.
Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vezbajo el arco.
Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.
-Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.

Vieja, Creo que tu hijo la cagó - de Jorge Valdano

Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero porque estaba inquieto, y no le faltaba razón. El hábito lo des­pertó a las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos parando penaltys en idénticas versio­nes. Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: O-O faltando un minuto y penalty en contra; silencio ex­pectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones de cientos de aficionados; O-O final. A veces imaginaba lo mismo con ventaja de 1-O para su equipo, pero esa his­toria le gustaba menos porque tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol. A Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys mentalmente aunque él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se había adelantado cinco días al calendario. Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir le recordó la enfermedad de su padre: <> hubiera dicho él. Luego pasaría a visitarlo para hacerle olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.
Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico. Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol. «Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el preciso instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la cocina:
-Hablás solo.
-No, pensaba.
Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante largo rato de simples cosas suyas.
Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido: «A las cinco de la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa voz emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante. Piel de gallina se le ponía.
Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los dos equipos que dividían el pueblo, los celestes del Argentino y los verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir de una vez por todas quién era quién en la Liga.
Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba era el clásico más importante de los últimos tiempos.
-¿Que tal en la fábrica? -preguntó Mercedes.
-Y.. esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el patrón, palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo te tenés que portar, ¿eh?».
Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos. Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años, salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único hijo que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la portería, aunque era más lo que molestaba con Sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que llegaran desde la cancha. A doscientos metros de distancia era capaz de identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba. Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación paterna:
-Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.
En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media altura. «La esperanza es el sueño de los despiertos», escuchó un día.
En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa los comentarios de siempre: «No te preocupes, que hoy ni se acercan...». «A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?...» «¿A quién le ganaron ésos...?» Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo. El Tano Perazzi lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera juegan por la plata». Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha plata no había.
Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías de siempre con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento estaba. Además, jugaba sin wínes, y tácticamente se equivocaba mucho. Los dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos en mitad del bar Victoria:
-¿Cómo te va, embrague?
-¿Por qué embrague? -preguntó el entrenador con poca prudencia.
-Porque primero metés la pata y después hacés los cambios -le soltó el Negro para que se riera todo el mundo.
Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como si se tratara de un ritual.
El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos. Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba repetir: «Me quitan sensibilidad». Los hierros entre los que trabajaba durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos. De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo. Se fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló la mitad roja-verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el pueblo.
Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas; banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba nada.
El sermón arbitral fue breve: «A jugar y a callar», dijo a los capitanes en el centro del campo antes de sortear las porterías.
El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.
Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el primer tiempo a su mujer:
-Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.
El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron fruto de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por piernas cansadas.
Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos, que «todavía podía pasar cualquier cosa». En ese segundo tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente. Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que aquello terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo. ¡ Penalty!
Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de Juan Antonio Felpa.
El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses, y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.
A once metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina.
Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada. Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su vida.
Ahora era la mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó en ese momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico, cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la pelota debajo del brazo. El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas celestes y sorprendidos lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que había sufrido con el penalty («hay que reconocer que fue justo, vieja») y se había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa mujer y le comentó entre triste y preocupado.